LUZ… A
LOS POETAS. FUERZA… A LOS POETAS.
POR:
JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
Vienen
a continuación dos poemas que llamaría “envolventes”, porque al cabo de la
lectura sucede un acto de revelación, el que cimbra y conmueve. Son de Enrique
González Rojo, un poeta nuestro, mexicano, poeta vivo del que su sola obra nos
da suficientes elementos para saber de dónde proviene y hacia donde vá…
Hay ciertos
escritores que, como Enrique González Rojo (1928) decidieron tomar un camino,
el más difícil, el de la lucha a través de la poesía, donde con la sola pluma
como “arma cargada de futuro” –lo decía Gabriel Celaya-, estamos ante un autor
contestatario, no conforme con lo que, desde su mirada pueda apreciar, sino que
a veces, en forma dolorosa, tiene que traducir las sensaciones en tremendos
versos y convertirlos, exorcizarlos hasta el punto en que queden consumidos por
su propio fuego… y ya cenizas, dejarse cubrir, al modo de aquella otra visión,
la de Góngora en “polvo enamorado”.
CUARTO CANTO
AQUÍ, CON MIS HERMANOS
Gusanos pululan por calles y plazas,
y en las paredes están salpicados los sesos...
Manuscrito Anónimo de
Tlatelolco (1528).
Para Ramón Martínez Ocaranza.
I
QUIERO hojear el pasado de mi patria
a través de
los siglos y advertir
que
sufrieron en este mismo valle
–hablará
por mi raza la materia–,
los más
distintos pueblos y culturas,
como
recolectados por los dioses
en su gran
variedad de estados de alma.
Religiones
al margen de la pila
bautismal y
su charco procedente
–reliquia
que alguien trajo al Nuevo Mundo–
del Jordán
que bañaba otras creencias.
De la
belleza fósiles, se yerguen
(como si se
encontrase recobrando
el país la
memoria en varias zonas)
las ruinas,
templos e ídolos de un mundo,
con vocación
de Atlántida, perdido.
Si cerramos
los ojos y le damos
carta
abierta al espíritu, es posible
adivinar la
vida cotidiana
de esa
gente, la guerra dicha en náhuatl
o tarascó,
la muerte dicha en hombre;
el tianguis
rebosante de productos:
el águila
cazada diestramente
con todo y
su mirar a vuelo de ave;
los huevos
de rapiña de los buitres;
la
enconchada tortuga previsora
de que el
cielo averiado decidiera
la
precipitación de un aerolito;
la fresca
suculencia de la trucha,
de sí misma pregón
en el mercado,
que
arrancaba de golpe las espinas
a toda
indiferencia inapetente.
Si cerramos
los ojos, entrevemos
también el
campesino que confía,
semillando
esperanzas en la gleba,
que Tlaloc
Labrador sea propicio
y la fruta
se abrigue con la cáscara
del gusto
colectivo apenas alce
su alacena
de almíbar.
A pesar del
cacao, la mazorca,
la vainilla
que juzgan los pulmones
atmósfera
quizás del paraíso,
el aire en
su mejor estado de ánimo;
a pesar de
sus trenos, su icnocuicatl,
las
lágrimas aztecas en el rostro
de aquel al
que obligaron a calzar
dos
tercetos de Dante,
o del
pulque curado de tristeza;
pese a la
chirimoya
–como seda
que sabe a lo que siempre
si tuviera
sabor, ella sabría–
a pesar de
los templos y palacios,
del
muestrario sin fin de cajas fuertes
que
esconden sorprendentes ademanes
de
tenochcas, mixtecas, otomíes,
donde el
dios principal, el rey de reyes,
era la
geometría;
pese a los
brazaletes y collares
de perlas o
ensartadas burbujas de la leche,
era un
pueblo que estaba
en la
primera infancia de sus siglos,
en la cuna
aritmética de un tramo
con las
arcas pletóricas de rumbos
hacia el
futuro abiertos, en contraste
con las
huellas, el ábaco
que hacía a
la memoria
aprender a
contar lo que en un punto
se es ido y
acabado.
¿El
caballero tigre qué podía,
con sus
uñas y dientes, con su cuento
de terror,
frente al trote
del blindado
corcel que se internaba,
tomando su
pastura de kilómetros,
desde la
humeante forma en que las naves
reafirmaron
el mar, hasta el objeto
tras el que
su ambición, rica en kilates,
corría
desbocada? ¿Qué podía
la inocente
defensa del indígena
(la flecha
que cargaba, de veneno,
su extremo
acicular únicamente)
contra los
arcabuces europeos
que
cambiaban la pólvora por sangre,
como
espejos por oro,
o contra
las espadas que al blandir
la más
monstruosa, tosca
manecilla
de tiempo, convertían
toda
diestra en siniestra?
Fueron el
sacrificio y la barbarie
–arrancar
corazones de los pechos,
pero antes
desprenderle al corazón
la serie
amedrentada de latidos–
deshechos
por la tropa y aplastados
por esa
extraña máquina que empleaba
sangre por
combustible para andar.
Venía el
español,
con un
Cristo ceceante y con un Ángelus
rezado en
cante jondo.
Soltaba
desde un púlpito su incienso
mientras
citaba al oro y a la plata
a sus
bolsas de azufre.
Pulsó la
idolatría
con la
misma mirada con que el hombre
arroja
hacia el pretérito los simios
hasta hacer
que se queden de la cola
de su
genealogía, suspendidos
de una rama
distinta;
olvidando a
su Cristo
cuando le
lastimaban algún puño
velozmente
mostraba siempre el otro.
Con fardos
atestados de medievo,
frente al
miope salvaje presumía
de sus ojos
feudales, que le daban
sin duda más
hectáreas de horizonte.
II
CON vitrales que adentran al rebaño
pastorales de
luz, con el granito
que encarna
ya en las cúpulas el grito
del hombre
al que le duele su tamaño;
con piedras
apiñadas en peldaño
tratando de
decir el infinito,
con pilas
en que cruza aire bendito
cuando
están llenas sólo de su engaño;
la catedral
reposa en los escombros
de un
pretérito que hoy carga en los hombros
los adobes
tenochcas bautizados:
pero la
arqueología del misterio
hallará, al
escarbar, el cementerio
de dioses
con los pies carbonizados.
III
TODA una galería de virreyes,
como una
exposición de enfermedades,
se adueñó
de la rosa de los vientos
manuable
del timón, mientras la nave
cortaba en
dos el mar de la colonia.
Cada uno se
creía
viejo lobo
de sal para el que el viaje
más largo
era un cordero inofensivo;
mas llevaba
la nave hacia el naufragio
sin poseer
más costa en su esperanza
que arenas
movedizas.
Navegaba en
verdad hacia Dolores
donde
recién nacida se escuchaba,
llorosa de
campanas, la insurgencia.
De las
Casas, Zumárraga, Sahagún,
pensando en
su Maestro, recordaron
que Cristo
poseyó como primeros
apóstoles
sus manos.
Pretendían
que el indio y sus recientes
conquistadores
fueran
a un tiempo
al cristianismo convertidos.
Su lucha: devolver
a sus hermanos
la humana
calidad que les había
saqueado el
invasor, hasta dejarlos
a una razón
rebelde
de poder
confundirse con las bestias.
Tata Vasco
hasta fue la primer piedra
de un
pueblo donde orfebres y mineros
y el que
siembra preguntas
para colmar
después con las respuestas
los huecos
del frutero o los vergeles
de los más
exigentes apetitos,
tuvieron
que pagar
los diezmos
y primicias
de una
cuota de amor para su prójimo.
Pero la
inquisición alzó cabeza
y dejó que
corriese
el rugir en
latín de sus dictámenes:
mandó que
se formaran
multitud de
pequeños calabozos
donde
cupiesen sólo los cerebros,
o levantar
sus piras ortodoxas
creyendo
erróneamente que es posible
disuadir
pensamientos, reducirlos
a un poco
de ceniza con jaqueca.
Cuando
abusa de la india el español,
cuando
España con México se acuesta,
el placer
ya es mestizo.
Y lo cortés
no quita lo cuauhtémoc.
El
carcelero hispano vio a su preso
fugarse de
la cárcel, con la llave
en llamas
de la lucha
que, tras
de abrir el fuego al enemigo,
le cerró
todo paso a la corona.
Y se volvió
a tomar al mar en serio.
Hidalgo del
amor por otra patria,
allende los
deseos libertarios,
cada vez
fue el enojo más violento
hasta hacer un
guerrero del rebelde.
Fueron los
insurgentes entregándose
su verdad
de relevos, su incansable
corazón, en
el pecho transformado
en una
tropa entera de latidos.
Cometieron
errores, y sus manos
barajaron
algunos ademanes
vacilantes,
confusos
que
llegaron a estar agusanados
por cierta
timidez, indecisión
en que al
tender los dedos a un propósito,
vivían el
muñón de su impotencia;
pero, sin
arredrarse,
a la
historia alistaron en las filas
de la tropa
insurgente y se ciñeron
por
sandalias dos veces
el vocablo
adelante.
En el sitio
de Cuautla, el enemigo
logró
cantar victoria
cuando
estaban pletóricas tan sólo
las bodegas
del hambre. Y el soldado
(tras de que
el heroísmo fue el pan nuestro
de todos
los segundos) despertó
del sueño
de mamón, hasta la suela
con la que
se camina en la vigilia.
IV
EN medio del silencio, el de repente
del grillo.
Y en las aguas, el anzuelo
en que
pican los ojos y el anhelo
de hallarse
en alto lago barcamente.
Hay en
Chapultepec (en un ambiente
recóndito,
sin luz) bocas en celo,
manos que
están a tientas al deshielo
del
doncello pudor adolescente.
Al sentir
la ciudad el verde lampo
que
interrumpe su estrépito, le place
tener por corazón
un día de campo.
Sólo un
viento invasor se le encarama,
lo pone a
recordar y al aire le hace
todas las
hojas-héroes de la rama.
V
JUÁREZ resucitó las manos muertas
e hizo que
abandonaran su sepulcro
de millares
de hectáreas; mas la Iglesia
halló en el
mismo Banco donde Judas
invirtió
sus dineros, el subsidio
para alzar,
en el campo de batalla,
la cosecha
más próvida de sangre.
Mas
entonces la tierra concentrada
fue a dar a
vivas manos. Y hubo Estados
que algunos
consiguieron encerrar en
una de las
bolsas de su traje,
mientras,
latifundistas de las almas,
en tiendas
especiales, mantenían
a raya a
sus esclavos.
Aunque el
francés halló con Zaragoza,
la horma de
su mal paso, pudo abrirle
las puertas
al monarca que traía
una doble
locura: la de ser
emperador
de México y aquella
que se
hallaba amasándole a su esposa
el cerebro
hasta darle las más raras
formas
imaginables.
Cada una de
las tropas no entendía
el lenguaje
que la otra utilizaba:
las dos
para entenderse echaron lengua
del violento
esperanto de la pólvora.
Al ser
Maximiliano fusilado
por órdenes
de Juárez, sonó la hora
de pasar
por las armas todo intento
de una
nueva conquista,
y buscarle
la sien a tal idea
sin
brindarle más gracia
que la bala
final,
tras el tiro y
aparte precedente.
En el
centro del Bosque,
a partir de
ese día, se vislumbra
un Castillo
amueblado de fantasmas.
Como fue el
dos de abril un gran caudillo
–que
envolvió su estrategia en la bandera
blanca del
enemigo–
las
condecoraciones le pendían
como gotas
de sol de todo el pecho,
por toda
distinción acribillado.
Ascendió
por los triunfos, los peldaños
que se
deben salvar para ubicarse
sobre ese
pedestal donde la muerte
se
encuentra maniatada por la gloria.
Mas
presidente ya, se le subieron
las copas
de poder, e imaginaba
que también
era el tiempo su vasallo,
tras de
gozar el cielo por seis lustros.
Después de
Cananea, Río Blanco
y del puño
que es siempre la primera
piedra de
la conciencia proletaria,
se soltó,
incontenible,
trazando
sus trayectos serpentinos,
la fiesta
de las balas.
Y la muerte
le buscaba
a los máuseres el pecho
para
condecorarlos.
VI
AL igual que Obregón y que Carranza,
Madero fue
un catrín, y aunque sus manos
se hallaban
enmieladas
de buenas
intenciones, carecía
de las
hectáreas de ánimo esenciales
para la
comprensión del campesino,
como si
hubiera sido el habitante
siempre de
una ciudad amurallada.
Era como
esa gente que imagina
apuntalar
el orden que se agrieta,
con la estaca de
un sueño.
Ni siquiera
al principio se atrevía
a insinuar
el más débil Ipiranga.
En cambio
era Zapata
un puñado
de polvo enamorado.
Y la eterna
fijeza de sus ojos
no era sino
el vehículo elocuente
para la
idea fija
de que
todos los sueños de Madero,
Carranza o
cualquier otro, de un gobierno
fincado
solamente en el sufragio,
se vendrán
siempre a tierra...
VII
ERAN la Valentina y la Adelita
un par de
soldaduras
a quienes
las guitarras y sus hilos
telegráficos
daban
el don de
ubicuidad.
En
cualquier campamento,
cuando
estaban rendidos a la siesta
los
fatigados rifles, las mujeres
tendían las
tortillas, les marcaban
las líneas
de la vida en ambos lados.
Para servir
de fondo a tantas lunas
usaban un
comal anochecido.
Y el
soplador tenía el movimiento
de un
rostro que negaba
la
existencia del frío en la tortilla,
del frío
reaccionario.
VIII
AL volverse una cárcel todo México,
fundó
Flores Magón –el único héroe
a la altura
del arte proletario–
su fábrica
de llaves y su escuela
de dignidad
armada,
de amor en
pie de lucha,
de
conciencia naciente que utiliza
jirones de overol
como pañales.
Después de
haber llevado el aguardiente
a sentarse
en la silla
presidencial,
las manos
se repasaba
Huerta comprendiendo
que una
decena trágica cargaban.
Contra el
usurpador, el campesino
de nueva
mecha abrió las explosiones
y hogueró
los espíritus alzando
los
gatillos patrióticos dormidos.
Los
revolucionarios combatieron
el poder
emanado
del
sufragio efectivo de la pólvora
y el tiro
de desgracia
que en el
charco de infamias
decía que
el poder ejecutivo
se
encontraba del lado de la muerte.
Con Obregón
y Calles, ya la cinta
presidencial
se había convertido
en la mitad
civil de una canana.
Mas su
jacobinismo troglodita
provocó la
cruzada de huaraches,
hombres que
iban tan sólo a la refriega
cuando sus
cantimploras se encontraban
llenas de
agua bendita.
Cárdenas
añadió nuevas estrofas
–sin
redactar aún– al himno patrio.
Fomentó el
sentimiento de lo nuestro,
cuando
expropió –apretando la mordida
del águila
en la piel de la serpiente–
los pozos
petroleros del espíritu.
Rechazó la
actitud del demagogo
que pone a
venta México
tarareando
el Huapango de Moncayo;
y cambió la
tenencia del oxígeno
hasta hacer
que no viva ya el labriego
allá en el
rancho grande, donde siempre
había una
rancherita
pasada por
las armas amorosas
del patrón de la
hacienda.
Pero en
tiempos de Cárdenas
tomaron el
poder las chimeneas,
y el smog,
en pañales, comenzó
a
mostrarnos la alquimia
que
transmuta el carbón deshilachado
del humo
por el oro.
Y entonces,
donde quiera, aparecieron
las más
doradas cunas –el embrión
del palacio
que forman
adobes
aristócratas–
para nacer
ahí la iniciativa
privada de
sentido humanitario.
A través de
los siglos se precisa
reconocer a
México.
Mas hay que
hacer conciencia:
nunca
haremos su historia
con sólo
concertar nuestros relojes
en la hora
nacional, en donde el águila
y la
serpiente bailan el minué
de la
cursilería,
o el
cantante ranchero va poniéndonos
la carne de
gallina, frente al gallo
que dice su
inminencia en todo instante.
IX
Un niño corre
arrastrando una lágrima.
Blas de Otero.
y el overol azul del cielo...
Novo.
Yo nací al
terminar los años veinte.
Vi la luz a
la sombra del caudillo.
Y por lo
que conozco, quiero aquí
aullar
estos poemas a la luna.
No quiero
alzar mi canto
a la patria
impecable, entre algodones,
sin una sola
errata chovinista
ni el
pecado bilingüe que cargaba
Malinche
entre sus piernas.
Voy a
aguzar mi lengua en alaridos
preñados
francamente
de mi
cabrona patria, mi caraja.
La patria
que nos dejan los de arriba,
la que, de
pabellón, tiene un harapo
–como el
traje preciso de un leproso–
y un buitre
que devora,
sobre un
corral de tunas,
la lombriz,
el renglón
donde el
sistema actual escribe el asco.
Prefiero la
verdad, la desvergüenza,
la que, con
el cinismo, se desnuda
hasta la
carne viva.
¡Qué
pequeña Grandeza Mexicana
(ciudad de
los palacios y pocilgas)
aquella que
descubre,
en medio
del rebaño de tugurios,
hombres que
tienen frío hasta en sus piojos,
mientras
está su entraña,
sus órganos
internos tiritando!
Y si somos
testigos
de México a
través de sus angustias
–no
cronistas que estén versificando
la realidad
presente con los ripios
de la
acomodaticia tinta empleada–
vemos que
Jaramillo
muere
zapatamente en el lugar
que habita
la ignominia,
como
pródigo infante de la tierra
que torna
hacia la madre.
Vallejo y
mi amadísimo Revueltas
se
encuentran en los sótanos de México,
allá en el
almacén en donde el régimen
arroja la
salud y la hace víctima
del
claustro, del más lento
verdugo
imaginado por los hombres.
Genaro ha
sucumbido. Pero se halla
en la misma
guerrilla de ultratumba
de Emiliano
y Rubén, en la guerrilla
que se
encuentra expropiando nuevamente
la
indecisión privada del labriego
hasta
formar comunas de venganza.
¿Cómo
olvidar que a fines del cincuenta
se le
descarriló al sistema un día
su mayor
sindicato,
que vistió
la esperanza de overoles,
e hizo que
los martillos
miraran a
las hoces de reojo?
¿Cómo
olvidar que ayer,
cuando
México obtuvo
su medalla
en masacres,
tuvo lugar
un mitin,
una
concentración de niños héroes,
que se
volvió de pronto una asamblea
de balas,
de quejidos y silencios,
en que al
final la sangre solamente
tomaba la
palabra?
¿Y olvidar
el desquicio calendario
que en el
año primero del setenta,
levantó
nuevamente, en pleno junio,
entre el
nueve y el once, el dos de octubre
mientras
entraba en tratos la sorpresa
con los
sepultureros?
Oh mi
patria cabrona: ya mi pueblo
comienza a
desconfiar, porque comprende
que resulta
imposible mantener
perpetuas
catedrales de confianza
a la mitad de un
zócalo de dudas.
CARTA DE NAVEGACIÓN
I
EL hombre
no ignora
que en el
punto exacto
donde se
bifurca
su senda,
levanta
su choza
la
angustia.
Escribo
del hombre,
el salón de
espera
del polvo,
del hombre
que carga
neuronas
de duda
sobre la
corteza
de su
pensamiento.
Pero si
tomamos
del suelo
un guijarro,
sentimos
compactarse
en él
la amnesia
de todas
las
encrucijadas
y que entre
sus poros
no hay uno
que sea,
la oficina
central de
los cinco
sentidos.
Hay días
de arbitrarias
flores,
y veces
en que,
si el sol
no existiera,
podría
decirse
que las
altas horas
nocturnas
–cansadas
del largo
metraje
de su
oscuridad–
deciden
la aurora.
Si no
hubiera rayos,
también se
diría
que el
cielo nocturno
opta por el
alba,
por el gallo
rápido
de un día
imprevisto,
cuando, sin
la luna,
todo es un
convoy
de ruedas
abúlicas
en medio
del túnel.
Pero existe
el sol
y también
los rayos:
la materia
exhala,
en su
eternamente
renovada
Biblia,
su fíat
lux de todos
los días:
manjar de
fotones
que al ojo
embarnece
hasta que
lo deja
ya
desorbitado.
En redor,
las cosas
se mueven
en la línea
recta
que frente
a ellas traza
la ley con
su dedo
para
hipnotizarles
la menor
idea
de que se desvíen.
Cierto que
las bestias
caminan
por impulso
propio:
cierto que
a mi perro
lo atraigo
a mi lado
con la
aguda liana
que lanza
el silbido.
Muy cierto
que los
camarones
nunca se
distraen
pues saben
que, con
pestañear,
hacen que
conciba
grandes
esperanzas
la
corriente. Cierto
que los
simios
tienen un
semáforo
vegetal:
se paran,
si ven
que el
manzano enciende
su fruto
y pasan
de largo
cuando lo
hallan verde.
Mas la
voluntad
en ellos
se
encuentra
tan sólo en
esbozo,
se la halla
tan en su
prehistoria
que no hay
quien pretenda
dictarle
normas de
conducta
al pez que
se siente,
dentro de
la ausencia
de reales
opciones,
cual pez en
el agua,
o al burro
que rebuzna
el grado
preciso
que en la
evolución
de los
animales
le está
reservado.
Es verdad
que el hombre
(que puede
dar en su
trayecto
un talón de
Aquiles
en falso)
con
frecuencia lleva
al pie los
cordones
de una
encrucijada.
Mas aunque
el motín
a bordo
de sus
sentimientos,
le
estruende en el alma,
su timón a
veces
tiene que
asumir,
una línea
recta
que avance
sabiendo
que las
anteojeras
hacen de un
propósito
la línea más
corta
que hay
entre dos puntos.
Es falso
que el hombre
se
encuentre al garete
en medio
del llanto
(y esté a
la deriva
la aguja y
su olfato
de rumbos)
porque
hasta ese leño
que deja el
naufragio,
trae a la
esperanza
como
tripulante.
II
EN la voluntad, de mástil,
atar mi
cuerpo debiera
para poder
resistir,
del canto de las
sirenas,
ese mar de
sentimientos
que sus
dos-formas-en-una
necesariamente
tienen
que crear
en quien lo escucha.
De qué me
sirve tener
(caballeriza
de rumbos)
en las
manos esta brújula
si los
controles no asumo.
Como aguja
en un pajar
la voluntad
en mí se halla,
Atlántida
personal
al centro
de un mar de lágrimas.
Hacer de mí
lo que quieras
tu llanto
posibilita,
en ese
piélago acabo
por ser
hombre a la deriva.
Cuando sé
que es tu caballo
de Troya mi
corazón,
cuando
hallarte significa
que he
perdido la razón,
para
prescindir de ti
me tendré
que sujetar
una camisa
de fuerza,
de fuerza
de voluntad.
III
EL que la voluntad de pronto pierde
es como el
que una brújula ha extraviado
y asimismo,
con ella,
la
posibilidad de descubrirla.
IV
PARLAMENTARIAMENTE,
por medio
del sufragio de cada una
de las
partes del cuerpo,
no podrá
salir la voluntad
electa como
jefe de gobierno
de uno mismo.
Más bien se
necesita
que dé un
golpe de estado
y, con el
corazón bajo sus plantas,
aprenda sus
primeros
pasos de
dictadura.
V
LA fuerza de voluntad
es como un
perro sabueso
al que se
le hubiera dado
a olfatear
el porvenir.
VI
EL indeciso
ve cómo contrae
la epidemia
de glóbulos
blancos su
voluntad, la ve atacada
por la
fiebre incolora de la anemia.
Tendrá que
definirse.
Puede ser
derrotado
y no poder
domar ya ni a su sangre,
u obligará
a la fiera
a dejarle a
sus plantas de domador
los últimos
rugidos.
Vence la
voluntad
cuando el látigo
gruñe
más vigorosamente
que las bestias.
Las imágenes que ilustran la presente selección,
fueron tomadas de http://www.enriquegonzalezrojo.com/fotos.php,
a su vez “liga” de Creación literaria: http://www.enriquegonzalezrojo.com/titulos.php?ct=1&sc=13
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