miércoles, 11 de junio de 2014

ENRIQUE GONZÁLEZ ROJO ENTRE NOSOTROS.

LUZ… A LOS POETAS. FUERZA… A LOS POETAS.

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

   Vienen a continuación dos poemas que llamaría “envolventes”, porque al cabo de la lectura sucede un acto de revelación, el que cimbra y conmueve. Son de Enrique González Rojo, un poeta nuestro, mexicano, poeta vivo del que su sola obra nos da suficientes elementos para saber de dónde proviene y hacia donde vá…
   Hay ciertos escritores que, como Enrique González Rojo (1928) decidieron tomar un camino, el más difícil, el de la lucha a través de la poesía, donde con la sola pluma como “arma cargada de futuro” –lo decía Gabriel Celaya-, estamos ante un autor contestatario, no conforme con lo que, desde su mirada pueda apreciar, sino que a veces, en forma dolorosa, tiene que traducir las sensaciones en tremendos versos y convertirlos, exorcizarlos hasta el punto en que queden consumidos por su propio fuego… y ya cenizas, dejarse cubrir, al modo de aquella otra visión, la de Góngora en “polvo enamorado”.


CUARTO CANTO

AQUÍ, CON MIS HERMANOS

Gusanos pululan por calles y plazas,
y en las paredes están salpicados los sesos...
Manuscrito Anónimo de
Tlatelolco (1528).
Para Ramón Martínez Ocaranza.

I

QUIERO hojear el pasado de mi patria
a través de los siglos y advertir
que sufrieron en este mismo valle
–hablará por mi raza la materia–,
los más distintos pueblos y culturas,
como recolectados por los dioses
en su gran variedad de estados de alma.
Religiones al margen de la pila
bautismal y su charco procedente
–reliquia que alguien trajo al Nuevo Mundo–
del Jordán que bañaba otras creencias.
De la belleza fósiles, se yerguen
(como si se encontrase recobrando
el país la memoria en varias zonas)
las ruinas, templos e ídolos de un mundo,
con vocación de Atlántida, perdido.

Si cerramos los ojos y le damos
carta abierta al espíritu, es posible
adivinar la vida cotidiana
de esa gente, la guerra dicha en náhuatl
o tarascó, la muerte dicha en hombre;
el tianguis rebosante de productos:
el águila cazada diestramente
con todo y su mirar a vuelo de ave;
los huevos de rapiña de los buitres;
la enconchada tortuga previsora
de que el cielo averiado decidiera
la precipitación de un aerolito;
la fresca suculencia de la trucha,
de sí misma pregón en el mercado,
que arrancaba de golpe las espinas
a toda indiferencia inapetente.
Si cerramos los ojos, entrevemos
también el campesino que confía,
semillando esperanzas en la gleba,
que Tlaloc Labrador sea propicio
y la fruta se abrigue con la cáscara
del gusto colectivo apenas alce
su alacena de almíbar.
A pesar del cacao, la mazorca,
la vainilla que juzgan los pulmones
atmósfera quizás del paraíso,
el aire en su mejor estado de ánimo;
a pesar de sus trenos, su icnocuicatl,
las lágrimas aztecas en el rostro
de aquel al que obligaron a calzar
dos tercetos de Dante,
o del pulque curado de tristeza;
pese a la chirimoya
–como seda que sabe a lo que siempre
si tuviera sabor, ella sabría–
a pesar de los templos y palacios,
del muestrario sin fin de cajas fuertes
que esconden sorprendentes ademanes
de tenochcas, mixtecas, otomíes,
donde el dios principal, el rey de reyes,
era la geometría;
pese a los brazaletes y collares
de perlas o ensartadas burbujas de la leche,
era un pueblo que estaba
en la primera infancia de sus siglos,
en la cuna aritmética de un tramo
con las arcas pletóricas de rumbos
hacia el futuro abiertos, en contraste
con las huellas, el ábaco
que hacía a la memoria
aprender a contar lo que en un punto
se es ido y acabado.

¿El caballero tigre qué podía,
con sus uñas y dientes, con su cuento
de terror, frente al trote
del blindado corcel que se internaba,
tomando su pastura de kilómetros,
desde la humeante forma en que las naves
reafirmaron el mar, hasta el objeto
tras el que su ambición, rica en kilates,
corría desbocada? ¿Qué podía
la inocente defensa del indígena
(la flecha que cargaba, de veneno,
su extremo acicular únicamente)
contra los arcabuces europeos
que cambiaban la pólvora por sangre,
como espejos por oro,
o contra las espadas que al blandir
la más monstruosa, tosca
manecilla de tiempo, convertían
toda diestra en siniestra?

Fueron el sacrificio y la barbarie
–arrancar corazones de los pechos,
pero antes desprenderle al corazón
la serie amedrentada de latidos–
deshechos por la tropa y aplastados
por esa extraña máquina que empleaba
sangre por combustible para andar.

Venía el español,
con un Cristo ceceante y con un Ángelus
rezado en cante jondo.
Soltaba desde un púlpito su incienso
mientras citaba al oro y a la plata
a sus bolsas de azufre.
Pulsó la idolatría
con la misma mirada con que el hombre
arroja hacia el pretérito los simios
hasta hacer que se queden de la cola
de su genealogía, suspendidos
de una rama distinta;
olvidando a su Cristo
cuando le lastimaban algún puño
velozmente mostraba siempre el otro.
Con fardos atestados de medievo,
frente al miope salvaje presumía
de sus ojos feudales, que le daban
sin duda más hectáreas de horizonte.

II

CON vitrales que adentran al rebaño
pastorales de luz, con el granito
que encarna ya en las cúpulas el grito
del hombre al que le duele su tamaño;
con piedras apiñadas en peldaño
tratando de decir el infinito,
con pilas en que cruza aire bendito
cuando están llenas sólo de su engaño;

la catedral reposa en los escombros
de un pretérito que hoy carga en los hombros
los adobes tenochcas bautizados:

pero la arqueología del misterio
hallará, al escarbar, el cementerio
de dioses con los pies carbonizados.

III

TODA una galería de virreyes,
como una exposición de enfermedades,
se adueñó de la rosa de los vientos
manuable del timón, mientras la nave
cortaba en dos el mar de la colonia.
Cada uno se creía
viejo lobo de sal para el que el viaje
más largo era un cordero inofensivo;
mas llevaba la nave hacia el naufragio
sin poseer más costa en su esperanza
que arenas movedizas.
Navegaba en verdad hacia Dolores
donde recién nacida se escuchaba,
llorosa de campanas, la insurgencia.
De las Casas, Zumárraga, Sahagún,
pensando en su Maestro, recordaron
que Cristo poseyó como primeros
apóstoles sus manos.
Pretendían que el indio y sus recientes
conquistadores fueran
a un tiempo al cristianismo convertidos.
Su lucha: devolver a sus hermanos
la humana calidad que les había
saqueado el invasor, hasta dejarlos
a una razón rebelde
de poder confundirse con las bestias.

Tata Vasco hasta fue la primer piedra
de un pueblo donde orfebres y mineros
y el que siembra preguntas
para colmar después con las respuestas
los huecos del frutero o los vergeles
de los más exigentes apetitos,
tuvieron que pagar
los diezmos y primicias
de una cuota de amor para su prójimo.

Pero la inquisición alzó cabeza
y dejó que corriese
el rugir en latín de sus dictámenes:
mandó que se formaran
multitud de pequeños calabozos
donde cupiesen sólo los cerebros,
o levantar sus piras ortodoxas
creyendo erróneamente que es posible
disuadir pensamientos, reducirlos
a un poco de ceniza con jaqueca.

Cuando abusa de la india el español,
cuando España con México se acuesta,
el placer ya es mestizo.

Y lo cortés no quita lo cuauhtémoc.

El carcelero hispano vio a su preso
fugarse de la cárcel, con la llave
en llamas de la lucha
que, tras de abrir el fuego al enemigo,
le cerró todo paso a la corona.
Y se volvió a tomar al mar en serio.

Hidalgo del amor por otra patria,
allende los deseos libertarios,
cada vez fue el enojo más violento
hasta hacer un guerrero del rebelde.
Fueron los insurgentes entregándose
su verdad de relevos, su incansable
corazón, en el pecho transformado
en una tropa entera de latidos.

Cometieron errores, y sus manos
barajaron algunos ademanes
vacilantes, confusos
que llegaron a estar agusanados
por cierta timidez, indecisión
en que al tender los dedos a un propósito,
vivían el muñón de su impotencia;
pero, sin arredrarse,
a la historia alistaron en las filas
de la tropa insurgente y se ciñeron
por sandalias dos veces
el vocablo adelante.

En el sitio de Cuautla, el enemigo
logró cantar victoria
cuando estaban pletóricas tan sólo
las bodegas del hambre. Y el soldado
(tras de que el heroísmo fue el pan nuestro
de todos los segundos) despertó
del sueño de mamón, hasta la suela
con la que se camina en la vigilia.

IV

EN medio del silencio, el de repente
del grillo. Y en las aguas, el anzuelo
en que pican los ojos y el anhelo
de hallarse en alto lago barcamente.

Hay en Chapultepec (en un ambiente
recóndito, sin luz) bocas en celo,
manos que están a tientas al deshielo
del doncello pudor adolescente.

Al sentir la ciudad el verde lampo
que interrumpe su estrépito, le place
tener por corazón un día de campo.
Sólo un viento invasor se le encarama,
lo pone a recordar y al aire le hace
todas las hojas-héroes de la rama.

V

JUÁREZ resucitó las manos muertas
e hizo que abandonaran su sepulcro
de millares de hectáreas; mas la Iglesia
halló en el mismo Banco donde Judas
invirtió sus dineros, el subsidio
para alzar, en el campo de batalla,
la cosecha más próvida de sangre.
Mas entonces la tierra concentrada
fue a dar a vivas manos. Y hubo Estados
que algunos consiguieron encerrar en
una de las bolsas de su traje,
mientras, latifundistas de las almas,
en tiendas especiales, mantenían
a raya a sus esclavos.

Aunque el francés halló con Zaragoza,
la horma de su mal paso, pudo abrirle
las puertas al monarca que traía
una doble locura: la de ser
emperador de México y aquella
que se hallaba amasándole a su esposa
el cerebro hasta darle las más raras
formas imaginables.

Cada una de las tropas no entendía
el lenguaje que la otra utilizaba:
las dos para entenderse echaron lengua
del violento esperanto de la pólvora.

Al ser Maximiliano fusilado
por órdenes de Juárez, sonó la hora
de pasar por las armas todo intento
de una nueva conquista,
y buscarle la sien a tal idea
sin brindarle más gracia
que la bala final,
tras el tiro y aparte precedente.
En el centro del Bosque,
a partir de ese día, se vislumbra
un Castillo amueblado de fantasmas.

Como fue el dos de abril un gran caudillo
–que envolvió su estrategia en la bandera
blanca del enemigo–
las condecoraciones le pendían
como gotas de sol de todo el pecho,
por toda distinción acribillado.
Ascendió por los triunfos, los peldaños
que se deben salvar para ubicarse
sobre ese pedestal donde la muerte
se encuentra maniatada por la gloria.
Mas presidente ya, se le subieron
las copas de poder, e imaginaba
que también era el tiempo su vasallo,
tras de gozar el cielo por seis lustros.

Después de Cananea, Río Blanco
y del puño que es siempre la primera
piedra de la conciencia proletaria,
se soltó, incontenible,
trazando sus trayectos serpentinos,
la fiesta de las balas.

Y la muerte
le buscaba a los máuseres el pecho
para condecorarlos.

VI

AL igual que Obregón y que Carranza,
Madero fue un catrín, y aunque sus manos
se hallaban enmieladas
de buenas intenciones, carecía
de las hectáreas de ánimo esenciales
para la comprensión del campesino,
como si hubiera sido el habitante
siempre de una ciudad amurallada.
Era como esa gente que imagina
apuntalar el orden que se agrieta,
con la estaca de un sueño.
Ni siquiera al principio se atrevía
a insinuar el más débil Ipiranga.

En cambio era Zapata
un puñado de polvo enamorado.
Y la eterna fijeza de sus ojos
no era sino el vehículo elocuente
para la idea fija
de que todos los sueños de Madero,
Carranza o cualquier otro, de un gobierno
fincado solamente en el sufragio,
se vendrán siempre a tierra...

VII

ERAN la Valentina y la Adelita
un par de soldaduras
a quienes las guitarras y sus hilos
telegráficos daban
el don de ubicuidad.

En cualquier campamento,
cuando estaban rendidos a la siesta
los fatigados rifles, las mujeres
tendían las tortillas, les marcaban
las líneas de la vida en ambos lados.
Para servir de fondo a tantas lunas
usaban un comal anochecido.
Y el soplador tenía el movimiento
de un rostro que negaba
la existencia del frío en la tortilla,
del frío reaccionario.

VIII

AL volverse una cárcel todo México,
fundó Flores Magón –el único héroe
a la altura del arte proletario–
su fábrica de llaves y su escuela
de dignidad armada,
de amor en pie de lucha,
de conciencia naciente que utiliza
jirones de overol como pañales.

Después de haber llevado el aguardiente
a sentarse en la silla
presidencial, las manos
se repasaba Huerta comprendiendo
que una decena trágica cargaban.

Contra el usurpador, el campesino
de nueva mecha abrió las explosiones
y hogueró los espíritus alzando
los gatillos patrióticos dormidos.
Los revolucionarios combatieron
el poder emanado
del sufragio efectivo de la pólvora
y el tiro de desgracia
que en el charco de infamias
decía que el poder ejecutivo
se encontraba del lado de la muerte.

Con Obregón y Calles, ya la cinta
presidencial se había convertido
en la mitad civil de una canana.
Mas su jacobinismo troglodita
provocó la cruzada de huaraches,
hombres que iban tan sólo a la refriega
cuando sus cantimploras se encontraban
llenas de agua bendita.

Cárdenas añadió nuevas estrofas
–sin redactar aún– al himno patrio.
Fomentó el sentimiento de lo nuestro,
cuando expropió –apretando la mordida
del águila en la piel de la serpiente–
los pozos petroleros del espíritu.
Rechazó la actitud del demagogo
que pone a venta México
tarareando el Huapango de Moncayo;
y cambió la tenencia del oxígeno
hasta hacer que no viva ya el labriego
allá en el rancho grande, donde siempre
había una rancherita
pasada por las armas amorosas
del patrón de la hacienda.

Pero en tiempos de Cárdenas
tomaron el poder las chimeneas,
y el smog, en pañales, comenzó
a mostrarnos la alquimia
que transmuta el carbón deshilachado
del humo por el oro.
Y entonces, donde quiera, aparecieron
las más doradas cunas –el embrión
del palacio que forman
adobes aristócratas–
para nacer ahí la iniciativa
privada de sentido humanitario.

A través de los siglos se precisa
reconocer a México.
Mas hay que hacer conciencia:
nunca haremos su historia
con sólo concertar nuestros relojes
en la hora nacional, en donde el águila
y la serpiente bailan el minué
de la cursilería,
o el cantante ranchero va poniéndonos
la carne de gallina, frente al gallo
que dice su inminencia en todo instante.

IX

Un niño corre
arrastrando una lágrima.
Blas de Otero.
y el overol azul del cielo...
Novo.

Yo nací al terminar los años veinte.
Vi la luz a la sombra del caudillo.
Y por lo que conozco, quiero aquí
aullar estos poemas a la luna.

No quiero alzar mi canto
a la patria impecable, entre algodones,
sin una sola errata chovinista
ni el pecado bilingüe que cargaba
Malinche entre sus piernas.

Voy a aguzar mi lengua en alaridos
preñados francamente
de mi cabrona patria, mi caraja.

La patria que nos dejan los de arriba,
la que, de pabellón, tiene un harapo
–como el traje preciso de un leproso–
y un buitre que devora,
sobre un corral de tunas,
la lombriz, el renglón
donde el sistema actual escribe el asco.

Prefiero la verdad, la desvergüenza,
la que, con el cinismo, se desnuda
hasta la carne viva.

¡Qué pequeña Grandeza Mexicana
(ciudad de los palacios y pocilgas)
aquella que descubre,
en medio del rebaño de tugurios,
hombres que tienen frío hasta en sus piojos,
mientras está su entraña,
sus órganos internos tiritando!
Y si somos testigos
de México a través de sus angustias
–no cronistas que estén versificando
la realidad presente con los ripios
de la acomodaticia tinta empleada–
vemos que Jaramillo
muere zapatamente en el lugar
que habita la ignominia,
como pródigo infante de la tierra
que torna hacia la madre.
Vallejo y mi amadísimo Revueltas
se encuentran en los sótanos de México,
allá en el almacén en donde el régimen
arroja la salud y la hace víctima
del claustro, del más lento
verdugo imaginado por los hombres.
Genaro ha sucumbido. Pero se halla
en la misma guerrilla de ultratumba
de Emiliano y Rubén, en la guerrilla
que se encuentra expropiando nuevamente
la indecisión privada del labriego
hasta formar comunas de venganza.

¿Cómo olvidar que a fines del cincuenta
se le descarriló al sistema un día
su mayor sindicato,
que vistió la esperanza de overoles,
e hizo que los martillos
miraran a las hoces de reojo?
¿Cómo olvidar que ayer,
cuando México obtuvo
su medalla en masacres,
tuvo lugar un mitin,
una concentración de niños héroes,
que se volvió de pronto una asamblea
de balas, de quejidos y silencios,
en que al final la sangre solamente
tomaba la palabra?
¿Y olvidar el desquicio calendario
que en el año primero del setenta,
levantó nuevamente, en pleno junio,
entre el nueve y el once, el dos de octubre
mientras entraba en tratos la sorpresa
con los sepultureros?

Oh mi patria cabrona: ya mi pueblo
comienza a desconfiar, porque comprende
que resulta imposible mantener
perpetuas catedrales de confianza
a la mitad de un zócalo de dudas.


CARTA DE NAVEGACIÓN

I

EL hombre
no ignora
que en el punto exacto
donde se bifurca
su senda,
levanta
su choza
la angustia.

Escribo
del hombre,
el salón de espera
del polvo,
del hombre
que carga
neuronas
de duda
sobre la corteza
de su pensamiento.

Pero si tomamos
del suelo un guijarro,
sentimos
compactarse en él
la amnesia
de todas
las encrucijadas
y que entre sus poros
no hay uno
que sea,
la oficina
central de los cinco
sentidos.

Hay días
de arbitrarias flores,
y veces
en que,
si el sol no existiera,
podría
decirse
que las altas horas
nocturnas
–cansadas
del largo
metraje
de su oscuridad–
deciden
la aurora.

Si no hubiera rayos,
también se diría
que el cielo nocturno
opta por el alba,
por el gallo rápido
de un día imprevisto,
cuando, sin la luna,
todo es un convoy
de ruedas abúlicas
en medio del túnel.
Pero existe el sol
y también los rayos:
la materia exhala,
en su eternamente
renovada Biblia,
su fíat lux de todos
los días:
manjar de fotones
que al ojo embarnece
hasta que lo deja
ya desorbitado.

En redor, las cosas
se mueven
en la línea recta
que frente a ellas traza
la ley con su dedo
para hipnotizarles
la menor idea
de que se desvíen.
Cierto que las bestias
caminan
por impulso propio:
cierto que a mi perro
lo atraigo a mi lado
con la aguda liana
que lanza el silbido.
Muy cierto
que los camarones
nunca se distraen
pues saben
que, con pestañear,
hacen que conciba
grandes esperanzas
la corriente. Cierto
que los simios
tienen un semáforo
vegetal:
se paran,
si ven
que el manzano enciende
su fruto
y pasan
de largo
cuando lo hallan verde.
Mas la voluntad
en ellos
se encuentra
tan sólo en esbozo,
se la halla
tan en su prehistoria
que no hay quien pretenda
dictarle
normas de conducta
al pez que se siente,
dentro de la ausencia
de reales
opciones,
cual pez en el agua,
o al burro
que rebuzna el grado
preciso
que en la evolución
de los animales
le está reservado.

Es verdad que el hombre
(que puede
dar en su trayecto
un talón de Aquiles
en falso)
con frecuencia lleva
al pie los cordones
de una encrucijada.

Mas aunque el motín
a bordo
de sus sentimientos,
le estruende en el alma,
su timón a veces
tiene que asumir,
una línea recta
que avance
sabiendo
que las anteojeras
hacen de un propósito
la línea más corta
que hay entre dos puntos.

Es falso que el hombre
se encuentre al garete
en medio del llanto
(y esté a la deriva
la aguja y su olfato
de rumbos)
porque hasta ese leño
que deja el naufragio,
trae a la esperanza
como tripulante.

II

EN la voluntad, de mástil,
atar mi cuerpo debiera
para poder resistir,
del canto de las sirenas,
ese mar de sentimientos
que sus dos-formas-en-una
necesariamente tienen
que crear en quien lo escucha.
De qué me sirve tener
(caballeriza de rumbos)
en las manos esta brújula
si los controles no asumo.

Como aguja en un pajar
la voluntad en mí se halla,
Atlántida personal
al centro de un mar de lágrimas.
Hacer de mí lo que quieras
tu llanto posibilita,
en ese piélago acabo
por ser hombre a la deriva.

Cuando sé que es tu caballo
de Troya mi corazón,
cuando hallarte significa
que he perdido la razón,
para prescindir de ti
me tendré que sujetar
una camisa de fuerza,

de fuerza de voluntad.
III

EL que la voluntad de pronto pierde
es como el que una brújula ha extraviado
y asimismo, con ella,
la posibilidad de descubrirla.


IV

PARLAMENTARIAMENTE,
por medio del sufragio de cada una
de las partes del cuerpo,
no podrá salir la voluntad
electa como jefe de gobierno
de uno mismo.

Más bien se necesita
que dé un golpe de estado
y, con el corazón bajo sus plantas,
aprenda sus primeros
pasos de dictadura.

V

LA fuerza de voluntad
es como un perro sabueso
al que se le hubiera dado
a olfatear el porvenir.

VI

EL indeciso ve cómo contrae
la epidemia de glóbulos
blancos su voluntad, la ve atacada
por la fiebre incolora de la anemia.
Tendrá que definirse.
Puede ser derrotado
y no poder domar ya ni a su sangre,
u obligará a la fiera
a dejarle a sus plantas de domador
los últimos rugidos.
Vence la voluntad
cuando el látigo gruñe
más vigorosamente que las bestias.

Las imágenes que ilustran la presente selección, fueron tomadas de http://www.enriquegonzalezrojo.com/fotos.php, a su vez “liga” de Creación literaria: http://www.enriquegonzalezrojo.com/titulos.php?ct=1&sc=13

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