EDITORIAL.
POR: JOSÉ FRANCISCO
COELLO UGALDE.
Si todavía el gobierno en turno es capaz de
seguir mostrando oídos sordos a todo ese conjunto de agresiones y omisiones con
que nos ha sometido. Cuando pareciera que no tienen fin esa serie de catástrofes
por las que pasa nuestro país, gracias al empeño que el estado sigue mostrando
con objeto de continuar con sus destrozos, he aquí unas palabras de aliento,
pronunciadas además por quien, merecedor de un gran premio, se ha sumado para
levantar la voz y decirnos, tan lejos pero tan cerca también, que a pesar de
todo, debemos continuar. Me uno a la larga cadena de felicitaciones que don
Fernando del Paso ha recibido en estos últimos días, y espero que el discurso
que acompaña tan breve introducción, produzca algún efecto entre quienes se
sientan aludidos...., a lo mejor, ni eso.
Majestades, Señor Presidente del
Gobierno, Señor Ministro de Educación, Cultura y Deporte, Señor Rector de la
Universidad de Alcalá, Señora Presidenta de la Comunidad de Madrid, Señor
Alcalde de esta ciudad, autoridades estatales, autonómicas, locales y
académicas, querida esposa–oíslo-e hijos, queridos parientes y amigos que me
acompañan, queridos todos, Señoras y Señores:
La del alba sería, cuando timbró el teléfono de mi casa y yo pensé que
si no era una tragedia la que me iban a anunciar, sería la malobra de un rufián
que deseaba perturbar mis buenas relaciones con Morfeo, o quizás el mago
Frestón. Pero no fue así, por ventura: era mi hija Paulina quien desde Los
Cabos, Baja California, me anunciaba haberse enterado que me habían otorgado
este premio, lo cual colmome de dicha pese a que desde ese instante las
múltiples llamadas telefónicas que recibí por parte de amigos, parientes y
periodistas, incluyendo los de España, para ratificar la gran nueva, no me
dejaron volver a pegar el ojo. Yo, ni tardo ni perezoso acometí de inmediato la
empresa de despertar a cuanto amigo y pariente tengo para informarles lo que me
habían comunicado.
En marzo del año pasado, cuando tuve el honor de recibir en la ciudad
mexicana de Mérida el Premio José Emilio Pacheco a la Excelencia Literaria,
hice un discurso que causó cierto revuelo. Sé muy bien que esas palabras
despertaron una gran expectativa en lo que se refiere a las palabras que hoy
pronuncio en España. Las cosas no han cambiado en México sino para empeorar,
continúan los atracos, las extorsiones, los secuestros, las desapariciones, los
feminicidios, la discriminación, lo abusos de poder, la corrupción, la
impunidad y el cinismo. Criticar a mi país en un país extranjero me da
vergüenza. Pues bien, me trago esa vergüenza y aprovecho este foro
internacional para denunciar a los cuatro vientos la aprobación en el Estado de
México de la bautizada como Ley Atenco, una ley opresora que habilita a la
policía a apresar e incluso a disparar en manifestaciones y reuniones públicas
a quienes atenten, según su criterio, contra la seguridad, el orden público, la
integridad, la vida y los bienes, tanto públicos como de las personas. Subrayo:
es a criterio de la autoridad, no necesariamente presente, que se permite tal
medida extrema. Esto pareciera tan solo el principio de un estado totalitario
que no podemos permitir. No denunciarlo, eso sí que me daría aún más vergüenza.
Quizá debí haber comenzado este discurso de otra forma y decirles que yo
nací en el ámbito de la lengua castellana el 1º de abril de 1935 en la ciudad
de México. “Felicidades señora, es un niño”, dicen que dijo el médico que estaba
exhausto de maniobrar una y otra vez con los fórceps, antes de ponerme no de
patitas sino de orejitas en el mundo y quién al ver por primera vez mis
entonces diminutos órganos reproductores, coligió con gran perspicacia que yo
era un varón, rollizo no, pero tampoco escuálido: yo no quería nacer y a veces
todavía pienso que no quiero nacer.
Me cuentan que lloré un poco y ¡Oh, maravilla! lloré en castellano: y es
que desde hace 81 años y 22 días, cuando lloro, lloro en castellano; cuando me
río, incluso a carcajadas, me río en castellano y cuando bostezo, toso y
estornudo, bostezo, toso y estornudo en castellano. Eso no es todo: también
hablo, leo y escribo en castellano.
Pancho y Ramona, el Príncipe Valiente, Lorenzo y Pepita, Tarzán y
Mandrake, fueron mis primeros personajes favoritos, y yo no podía esperar a que
mi padre despertara para que me leyera las historietas dominicales a colores,
de modo que me di priesa en aprender a leer en lapre-primaria en la que me
inscribieron mis padres, dirigida por dos señoritas que no eran monjas pero sí
muy católicas y tan malandrines que me daban con grandes bríos y denuedo
reglazos en la mano izquierda–yo soy zurdo- cuando intentaba escribir con ella,
sin obtener su objetivo: no soy ambidextro, soy ambisiniestro. Más tarde mi
mano izquierda se dedicó a dibujar y fue así como se vengó de la derecha. Pero
aprendí a leer con los dos ojos, y con los dos ojos y entre los rugidos de los
leones me las vi con don Quijote de La Mancha. En efecto, un hermano de mi
padre que tenía una gran biblioteca virgen–nadie la leía: compraba los libros
por metro-,me invitó a pasar quince días en su casa, muy cercana al zoológico,
desde donde se escuchaban a distintas horas del día los estentóreos rugidos de
los leones y yo me dije: ¿leoncitos a mí? y me zambullí en la literatura de los
clásicos castellanos: desde entonces estoy familiarizado con todos ellos: Tirso
de Molina, Lope de Vega, Garcilaso, Góngora, el Arcipreste de Hita, Quevedo,
Baltasar Gracián y varios otros. Fue allí también, en la casa de mi tío donde
me enfrenté con Don Quijote en desigual y descomunal batalla: él, las más de
las veces jinete en Rocinante o a horcajadas en Clavileño y yo, en miserable
situación pedestre. No obstante mi Señor y Sancho Panza estaban ilustrados por
Gustave Doré y eso me sirvió de báculo. Salí de su lectura muy enriquecido y
muy contento de haber aprendido que la literatura y el humor podían hacer
buenas migas. De esto colegí que también los discursos y el humor podían
llevarse.
De ahí continué leyendo, apasionado, a numerosos y muy buenos escritores
españoles. Antonio Montaña Nariño, un escritor colombiano ya fallecido, entró a
la agencia de publicidad donde yo trabajaba y me presentó a su amigo, el hispano-mexicano
José de la Colina. Pronto ellos se transformaron en mis primeros mentores
literarios y me dieron a conocer a Benito Pérez Galdós, Ramón Menéndez Pidal,
Ramón Gómez de la Serna, Ramón María del Valle Inclán, Antonio y Manuel Machado,
Rafael Alberti y otros autores que me hicieron enamorarme profundamente de la
lengua. En aquél entonces yo me regocijaba mucho leyendo a estilistas como
Gabriel Miró. Antonio y José me dieron también a conocer a Joyce, Faulkner, Dos
Passos, Erskine Caldwell, Julien Green, Marcel Schwob y otros muchos grandes
autores de las literaturas anglosajona y francesa.
También desde luego a excelentes escritores españoles como Rafael
Sánchez Ferlosio, Juan José Armas Marcelo, Juan Marsé, los hermanos Goytisolo,
Fernando Savater, Camilo José Cela, Javier Marías, Arturo Pérez- Reverte y a
quién detonó toda mi vocación literaria: el poeta Miguel Hernández, autor de El rayo que no cesa.
Recuerdo que hace algunos años en una universidad francesa, cuando
comencé a dar una lista de los escritores que según yo me habían influido, una
persona del público señaló que yo no había mencionado a ningún escritor español
y me dijo que cómo era posible. Yo le contesté: los españoles no me han
influido, a los españoles los traigo en la sangre, y agregué a la enumeración
aquellos latinoamericanos que son parte de mis lecturas más importantes y por
lo tanto de mi vida como Borges, Onetti, Carpentier, Lezama Lima, Cortázar,
Asturias, Vargas Llosa, García Márquez, Neruda, Huidobro, Gallegos, Guimarães
Rosa y César Vallejo y entre los mexicanos Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos
Fuentes, Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, sin olvidar a Fernández de Lizardi
y a nuestra amada monja Sor Juana Inés de la Cruz.
La
Jornada de en medio. Sábado 23
de abril de 2016.
Los maravillosos sonetos de Miguel Hernández me motivaron a escribir Sonetos de lo diario, publicados por Juan José Arreola en
“Cuadernos del Unicornio” en 1958. Pero en realidad mi primera incursión en el
mundo castellano tuvo lugar cuando era yo muy peque: “Nano Papo quiee cuca pan
quiquía”, que mi madre interpretaba fielmente: “Nano Papo” era: “Fernando del
Paso”, “quiee cuca pan quiquía” quería decir “quiere azúcar pan y mantequilla”.
Algunas tías malhumoradas, pronosticaron que yo no iba a dar pie con bola con
el lenguaje. Se equivocaron de palmo a palmo. Poco después, al parecer
insatisfecho con el eufemismo familiar que se le asignaba a los glúteos, los
llamé “las guinguingas” y pronto este neologismo fue adoptado por toda la
familia. La publicación de los Sonetos me sirvió para conocer a Arreola y a
Juan Rulfo, quien sabía todo lo que había que saber sobre novela mexicana,
española, rusa, inglesa, italiana, alemana, y, en fin, sobre novela mundial.
Comencé entonces a escribir José Trigo, un libro
reflejo de mi obsesión por el lenguaje, mi fascinación por la mitología náhuatl
y que obedecía a tantos otros propósitos, que lo transformaron casi en un
despropósito. Pero ahí está, tan campante, a sus 50 años de edad: fue publicado
en 1966. Seguí después con Palinuro de México, una
especie de autobiografía inventada, una recreación literaria de mi vida como
niño y adolescente, conjugada en varios tiempos verbales: lo que fui, lo que yo
creí que era, lo que no fui, lo que hubiera sido, lo que sería, etc. Y después
vino Noticias del Imperio, la novela sobre los emperadores
Maximiliano y Carlota en la que me propuse darle a la documentación el papel de
la tortuga y a la imaginación el de Aquiles. Desde muy peque el melodrama de
estos dos personajes, el saber que habíamos tenido en México un emperador
austriaco de largas barbas rubias al que fusilamos en la ciudad de Querétaro y
una emperatriz belga que vivió, loca, hasta 1927, cuando Lindbergh cruzó el
Atlántico en avión, me había fascinado. Por supuesto, en cuanto ganó Aquiles la
novela quedó terminada. He escrito también libros de poesía, libros para niños
y dos obras de teatro. Una de ellas que he soñado que algún día se represente o
se lleve a escena en este país: La muerte se va a Granada,
sobre el asesinato de Federico García Lorca.
Toda
mi vida ha continuado la riña entre mi mano izquierda y mi mano derecha.
Ninguna de las dos ha triunfado y esto ha significado para mí un conflicto muy
profundo. Sin embargo mi mano derecha se ha impuesto, no sé si soy escritor,
pero sé que no soy pintor, nunca he dejado de escribir para dibujar y siempre
he dejado de dibujar para escribir.
Sin embargo la lucha más prolongada que he sostenido en la vida ha sido
contra mi propia salud. Desde que era muy peque y me operaron de algo que se
llama “adenoides” hasta el momento actual, en que supero las secuelas, largas y
dolorosas, de dos series de infartos al cerebro de carácter isquémico, he
estado cuando menos quince veces en el quirófano: por una apendicitis, por dos
hernias, dos tumores benignos, un desgarre en el corazón, un stent en la arteria femoral superficial de la pierna
derecha, otro en la arteria coronaria izquierda, dos oclusiones intestinales y
entre otras cosas dos operaciones de las que llaman “a corazón abierto”. Además
de recurrentes ataques de gota y una fractura del tobillo derecho. Tan mal he
estado en los últimos tiempos que cuando alguien me vio me dijo: “pero hombre,
¿así va usted a ir a España?” y yo le contesté: “yo a España voy así sea en
camilla de propulsión a chorro o en avión de ruedas”.
¿Dije antes que "todavía pienso que no quiero nacer"?
¡Pamplinas! Fue una bravuconada. La vida ha sido bastante cuata conmigo. Quise
escribir y escribí. Nunca escribí para ganar premios, pero ya ven ustedes, aquí
estoy. Quise casarme con Socorro y me casé con ella. Quisimos tener hijos y
tuvimos hijos. Quisimos tener nietos y tuvimos nietos. Y desde hace unos dos
años tenemos una bisnieta: Cora Kate McDougal del Paso. Espero que algún día
sus padres le recuerden que su bisabuelo le deseó que ella agradezca haber
venido al mundo a compartir la vida con todos nosotros, aunque no sé en que
lengua lo hará, puesto que nació en la tierra de James Joyce, Irlanda, y parece
destinada a vivir en ese país. También desde aquí le mando mil besos a nuestra
otra casi bisnieta, Ximena, a quien le digo casi bisnieta porque es la nieta de
un casi nuestro hijo, Arturo. Hay más, les voy a contar una historia. Seré
breve, es la misma historia que conté en la Caja de las Letras: Hace mucho
tiempo el joven poeta mexicano tabasqueño, José Carlos Becerra, obtuvo una beca
Guggenheim y con ella se fue a Londres con el propósito de comprar un automóvil
con el cual recorrer toda Europa. Una madrugada, camino a Bríndisi, en Italia,
no se sabe qué sucedió: tal vez se quedó dormido al volante, el caso es que se
desbarrancó y se mató. Yo llegué también con mi beca Guggenheim a Londres pocos
meses después y me alojé en la casa del mismo amigo mutuo, Alberto Díaz Lastra,
en donde él se había alojado. Allí, José Carlos olvidó una camisa que yo
heredé. Desde entonces, cada vez que yo sentía pereza de escribir, desánimo o
escepticismo, me ponía la camisa y comenzaba a trabajar. Consideré que yo tenía
un deber hacia aquellos artistas, hombres y mujeres, cuya muerte prematura les
impidió decir lo que tenían que decir. Por eso esa camisa tiene tanta
importancia en mi vida. Depositarla en la Caja de las Letras no significa que
no vuelva yo a escribir: la magnificencia e importancia del Premio de
Literatura Española Cervantes, me obliga moralmente a hacerlo y así lo haré: me
pondré la camisa, así sea metafóricamente, una y otra vez, hasta que se acabe
(no la camisa sino mi vida).
Pero no vine aquí para contar mi vida y mis obras, ni para comentar mis
penas. Tampoco a hablar de las guinguingas de nadie, ni siquiera de las de Don
Quijote, aturdidas y compungidas como debieron estar, tras tantas tan tremendas
tundas que le propinaron durante su azarosa profesión caballeril. Vine y estoy
aquí hoy, 23 de abril de 2016, en el que se conmemora el aniversario número 400
de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, discurso en ristre y con los
colores de España en el pecho, muy cerca del corazón, para agradecer: a sus
majestades los Reyes de España Felipe VI y doña Letizia, por su muy generosa hospitalidad;
por su hospitalidad también a la ciudad de Alcalá de Henares, a su Alcalde, y
al Rector de esta Universidad; al Ministerio de Educación, Cultura y Deporte
así como al Instituto Cervantes; al jurado del Premio Cervantes por su
decisión, riesgosa diría yo, en la medida en que juzgó como tal a mi
literatura. Agradezco también a mis amigos y familiares presentes, a oíslo
Socorro y a mis hijos: Fernando que descanse en paz, a Alejandro, Adriana y
Paulina el gran apoyo que me han dado toda la vida. Socorro: perdóname si
alguna vez te hice daño: te pido perdón en público. Asimismo y profundamente a
la Providencia, a la casualidad o a la causalidad el haberme hecho súbdito de
la lengua castellana, a mi país México y a mis padres por haberme dado este lenguaje
y sobre todo, gracias a ti, España, mil gracias.
Por cierto, también sueño en español.
Vale.
Fernando del Paso