LUZ y FUERZA DE LA MEMORIA HISTÓRICA y SUS AUTORES
INVITADOS.
POR:
JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
En entrega anterior, que va
formando el cuerpo de esta serie, había incluido un texto de Arqueles Vela. Hoy,
deseo dar cuenta de otro material suyo, aparecido en el mismo número de LUX. La revista de los trabajadores, el
cual apareció páginas más adelante. Arqueles Vela fue, en su tiempo,
catedrático de literatura de la Escuela Normal Superior de México.
LA POESÍA DE EDGAR POE.
La musicalidad
–simetría auditiva en la sucesión de los sonidos- es la base estructural de la
poesía de Edgar Poe. Pero esta musicalidad no es un mero formalismo; la
resolución exterior de la simetría verbal, considerada como un problema
estético. Su musicalidad corresponde a una simetría de los sentimientos, que
seleccionan los sonidos y los colocan a una altura diferente, según las
tonalidades de la armonía interior. Así, lo formal es una consecuencia de lo
substancial. Las búsquedas del poeta para encontrar la materia expresiva de su
mundo interior, comienzan por descubrir las equivalencias de forma y fondo, por
la transmutación en equivalencias formales, de los más altos valores
conceptuales y sensibles; y por la gravitación de lo formal sobre lo
substancial.
Su vida –turbulenta
y dramática- ha matizado su mundo interior de una tonalidad sombría, de una
música melancólica inaudita. Sus impresiones, predominantes de tonos oscuros,
promueven una atmósfera de sentimientos sombríos que recorren la gama de
negruras de su existencia, hasta alcanzar la profundidad y altitud de la
negación tonal, en la conjunción de los matices.
La atmósfera
sombría interior se proyecta en una musicalidad que encuentra en las emisiones
de la O y de la R, de la palabra MORE, en EL CUERVO, los rasgos colorísticos
elementales, correspondencias sonoras de su melodía íntima.
La O es
sombría y profunda. Su tonalidad oscura corresponde al estado interior
elemental que encierra el principio del mundo –el caos, el desorden- lo
insondable, ante cuyo misterio queda suspensa la reflexión del hombre.
Con el tono
sombrío de la O, el poeta revela las condiciones de su psiquis, oscurecida por
los acontecimientos cotidianos, a los cuales no puede oponerse su realidad,
conturbada por los hechos incomprensibles que intervienen en la existencia.
La tonalidad
sombría nos inicia en la naturaleza de su mundo interior, agitado de
pensamientos confusos, de sentimientos indefinibles. Los acaecimientos en el
mundo circundante se confunden con los sucesos de su fantasía; con las
realidades de sus sueños:
Una fosca medianoche, cuando en tristes reflexiones, sobre más de un
raro infolio de olvidados cronicones inclinaba soñoliento la cabeza, de repente
A mi puerta oí llamar;
como si alguien, suavemente, se pusiese con incierta
mano tímida a tocar:
Es –me dije- una visita que llamando está a mi puerta;
eso es todo, y nada más!
La musicalidad
sombría encuentra su paisaje espeso de imprecisas correspondencias, en un
temporal de sombras.
Las cosas
se insuflan de vida en un panteísmo de naturaleza muerta:
En mi mente se ha grabado que era ya el invierno entrado;
que cada leño abrasado reflejaba su pavesa,
un espectro –en su fineza- por el suelo iluminado…
En la noche
más oscura de la estación más oscura, el poeta espera, en la trayectoria de su
círculo sombrío –símbolo de su existencia- la llegada del alba, símbolo de su
liberación, de las fuerzas que disuelven el caos y ordenan las cosas:
Que ansiaba el día llegado por dar fin a mi tristeza,
y buscaba la pereza del nirvana, hasta la aurora,
-En el libro aquel de otrora- para quitarme el tenaz,
el tenaz y edaz recuerdo de Leonora
cuyo nombre ya no es más.
El recuerdo
de un nombre femenino despunta como el día en una obsesión de claridades y
sombras; en una persistencia misteriosa –signo de vida en la muerte- como la
significación final de su camino de sombras y la sola mitigación de sus
dolencias:
Y sólo escuchaba lueña, lueña, una palabra, quedo,
que era un suspiro, un remedo; una palabra: Leonora;
una palabra canora que yo decía tenaz
y el eco, grave y edaz, me contestaba: Leonora;
Eso sólo y nada más.
En su mundo
interior, desprendido de la realidad, los ruidos transeúntes, los movimientos
de las cosas corrientes, pierden su naturalidad y se trasmutan en presagios, en
algo ineludible indicial y tenebroso:
Cada incierta cimbradura de la oscura colgadura
me aterraba, me llenaba de fantástica pavura.
El nombre
femenino que resuena entre la confusión de los primeros principios –lo que el
hombre no ha podido dilucidad- está lleno de sombras; pero se ilumina en el
recuerdo como un claro del paisaje, entreabierto de tintes fuertes, matizado de
tonos intermedios suaves, con a tonalidad sombría al fondo. La palbra: LEONORE,
es la síntesis musical nocturna de su esperanza –orto de albores- que se
contrapone a la palabra: MORE, síntesis de su fatalidad de sombras, de lo
ineludible:
…cuervo infausto oscuro vagabundo en la tiniebla…
-Dí tu nombre,
en el reino plutoniano de la noche y de la niebla-
Dijo el cuervo: “Nunca más”.
En la
añoranza del nombre femenino convergen sus sueños, sus esperanzas; aun la de
que todo es ilusión fugaz; y de que todo se irá volando como han volado sus
sueños.
La realidad
convertida en fantasmagorías, se hace de pronto la realidad del mundo objetivo:
las sombras imprecisas que tejen su vida de sombras se condensan y precisan su
vida:
Sombras sólo… y nada más.
que invaden y conturban su ánima de un sentimiento
de eternidad, al posarse sobre el busto de Minerva –símbolo de su pensamiento,
de su razón que intenta convencer sus presentimientos- dejando para siempre el
ritornelo de la desdicha; de lo que ya es imposible alejar de la vida: la
amargura de la existencia, devenida la única razón de existir:
Mas el cuervo continuaba sobre el busto siempre erguido.
Sólo esas palabras dijo. Toda el alma puso en ellas.
-Esto –e dije-. Es alguna cosa que el cuervo ha aprendido
de quien hasta hoy lo ha tenido y en cuya mala fortuna,
ha sido para su duelo, ritornelo repetido;
repetido ritornelo, para consuelo en su duelo.
En el
ritornelo se esencializa el dolor sin esperanza, estimulado por la sombría
fantasía del cuervo, símbolo del dolor, del silencio, que se rompe tan sólo
para prorrumpir en una palabra de desolación, que contiene la amargura
imperecedera de su vida:
Este refrán angustioso que un dolor guarda quizás;
este refrán de su duelo donde encontrará consuelo
repitiendo: Nunca más.
Lo
proceloso, lo violento del olvido se estatiza en la consolación con el
desconsuelo: final de su drama.
En esa
desolación que ahonda su corazón hasta lo inaccesible, el poeta encuentra –para
su duelo- el recuerdo de lo que tocaron sus manos, de lo que retuvo su cuerpo:
Bajo la luz de la lámpara que derramaba su paz;
en aquel sillón forrado donde se había sentado
ELLA, que no es, ya nunca más.
De Leonora,
perdura el silencio –eco de su voz-; y la fragancia –esencia de su cuerpo-
entre la humareda quieta de su pensamiento:
Parecióme el aire entonces más denso aún que la sombra,
cual si fuese perfumado por invisible incensario.
Entonces el
poeta comienza a convivir con la muerte, única forma de vivir con Leonora;
única forma de alejar su ausencia:
Por un mal viento arrojado. ¡Oh profeta más que ave!
Por el tul azul del cielo, por el Dios que nos ha creado
sin distinción. Invoquélo: “Dile a mi ánima que llora
que cuando suene su hora, podrá juntarse quizás,
con aquella a quien ahora en Aedenn llaman Leonora.
Dijo el cuervo: Nunca más.
Y es tan
desdichado ser que ya no existe para su vida solitaria, ni siquiera el consuelo
de lo metafísico. Sus sentidos mueren del recuerdo de la materia que retuvo –fugitiva-
la esencia de Leonora; y no podrán sobrevivir más allá de su destino sin
bálsamo, sin nepente.
Esa última
consonancia con su desdicha es la señal de despedida de toda esperanza. El poeta
vuelve a refugiarse en su temporal de sombras y pide tan sólo que deja su
quietud intacta:
…tu presencia aquí me abruma.
Vuelve a la noche plutónica, que desgarra el aguacero.
Quita el pico que has clavado en mi corazón, tenaz.
Que no contemple un instante más tu figura en la puerta.
Dijo el cuervo: “Nunca más”.
Ese signo
ineludible deviene la única realidad. Ya no encuentra consuelo ni en el
desconsuelo: todo es sueño como nadie lo ha soñado; todo fenece como todo ha
fenecido; tan sólo persiste la angustia de un dolor sin nombre, atenuado por el
ritornelo de su nombre.
Desde entonces el poeta vive de su desdicha,
de la que su alma, que está al ras de esta sombra vil, ya nunca podrá alzarse:
Nunca más…
En: LUX. La revista de los
trabajadores, Año XVIII, N° 8, 31 de agosto de 1945, p. 31-2.
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